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Todos nosotros, cuando ponemos en nuestras vidas un peludo amigo de cuatro patas. Adquirir un perro es mucho más complicado que comprar una lavadora; entraña una serie de responsabilidades que van más allá de llamar al Servicio Técnico cuando el electrodoméstico se estropea y solicitar la reposición por otro nuevo, si todavía está en garantía. Cierto es que si el flamante nuevo propietario ha actuado con tino, habrá sabido elegir un Criador responsable, que sepa ayudarle en las primeras etapas de adaptación del animal a su nueva vida y que le de, incluso, instrucciones muy precisas sobre lo que está bien y lo que no, sobre cómo alimentarle adecuadamente, cómo cuidarse de su aseo, cómo enseñarle a convivir, etc. Un Criador, con mayúsculas, que se habrá preocupado, durante las semanas previas, de socializar convenientemente al cachorro, para asegurarse de que en el futuro, el bagaje social y cultural adquirido durante los dos o tres primeros meses de vida, junto a su madre y sus hermanos de camada, y quizás también junto a otros perros jóvenes y adultos, le permita luego ser un animal perfectamente apto para la convivencia con otros animales y, obviamente, también con las personas. Pero desgraciadamente, esto que parece tan obvio e indispensable, no siempre ocurre y demasiadas veces, el nuevo dueño se encuentra con desagradables sorpresas cuando el animal se comporta de manera anti-social o es patológicamente tímido y, como consecuencia de ello o de la total carencia de socialización previa, se torna agresivo y no responde como sería menester ante los estímulos exteriores a los que, necesariamente, antes o después se va a tener que enfrentar en el día a día. Lógicamente, ningún animal, racional o irracional, nace aprendido y si bien su genética le va a predisponer a una cierta forma de comportamiento intrínseca, ser perfectamente social implica haber aprendido previamente una serie de técnicas que luego van a servir para que interactúe como es debido con el mundo que le rodea. El lobo, por ejemplo, tiene muy arraigados ciertos comportamientos que le ayudan a sobrevivir en el medio en el que se desenvuelve; es capaz de cazar por instinto, de buscar agua por instinto, de copular para reproducirse por instinto, etc., etc., pero que lo haga mejor o peor implica que previamente haya habido un aprendizaje. Un aprendizaje que ha comenzado en el momento mismo en que el lobezno ha empezado a ser capaz de jugar con sus hermanos de camada, porque precisamente esos juegos aparentemente banales, que la madre vigila desde la distancia y el aparente desinterés, aunque de manera suficientemente solícita como para, en un momento dado, poner paz y después gloria si el juego se sale del guión y los pequeños se excitan demasiado y acaban pegándose tarascadas no previstas ni convenientes. El perro, a la postre, no es más que un lobo disfrazado. Por lo tanto es lógico que también a través del juego infantil durante la etapa que va desde las tres semanas hasta los cinco o seis meses, esté aprendiendo a desarrollar ciertos comportamientos sociales que luego serán importantes para poder desenvolverse como adulto equilibrado y seguro. Si se le impide desarrollar convenientemente estas pautas de aprendizaje, su futuro se verá seriamente comprometido puesto que su capacidad de interactuar con otros miembros de su especie se ve cercenada. Las consecuencias de esta merma de posibilidades son mucho mayores de lo que muchos puedan creer; implican que a posteriori el animal no sea capaz de utilizar, por ejemplo, su mímica facial y corporal para hacerse entender por otros congéneres o que no sea él mismo capaz de entender a esos otros congéneres cuando ponen en marcha esos resortes de comunicación, tan eficaces y tan necesarios. Y, claro, si el perro no se hace entender por y no entiende él mismo al resto de sus congéneres, ya se nos plantea un primer problema. El de las peleas sin ton ni son, cuando el animal sale a pasear al parque con su dueño y una y otra vez se lía a mordiscos por doquier con los perros de los demás paseantes. Desagradable asunto, que convierte un simple paseo en un suplicio. Hasta el punto de que, en un momento dado, el dueño desesperado y cansado de pasar tantos malos ratos, decide que se acabaron los paseos y que mejor se queda el perro en casa y sólo sale al patio tres o cuatro veces al día a hacer sus necesidades! Pero quien habla de perros peleones puede también hablar de perros fuguistas, de perros nerviosos y destructivos, de perros que son agresivos no ya con otros perros, sino con la gente que viene a casa o con la propia familia humana en la que se desenvuelven; de perros que se hacen francamente antipáticos. Perros que convierten la convivencia en un infierno. Perros que dan al traste con la idea misma de que son los mejores amigos del hombre, los más fieles y también los más fiables. Y el caldo de cultivo para tales y tan desagradables comportamientos es, en un alto porcentaje de los casos, la poca o nula socialización del cachorro. Ojo pues, al dato. Cuando esto escribo no hace ni una semana que recibí una consulta por correo electrónico de una persona que busca mi consejo a través de Internet y que me cuenta con rabia y decepción que su perro es una auténtica fiera que no se lleva bien con nadie, ni con perros ni con personas y cómo, desesperados, él y su esposa han acabado por encerrarle en una habitación y aislarle del ambiente familiar, hartos de que el animal plante cara e incluso muerda a todo el que se le acerca, sea propio o extraño. Ante esta situación, lo primero que se me plantea es a qué edad llegó el perro a casa y en qué circunstancias y la respuesta no puede ser más desalentadora; el cachorro les fue entregado a los 24 días, apenas destetado. Esa información ya es suficiente para que pueda entender gran parte del problema. Se trata de un animal que no ha recibido el necesario imprinting ni la correcta socialización y que ha pasado los primeros meses de su vida en blanco, sin oportunidad de aprender a relacionarse con otros perros. Luego está el problema de por qué es agresivo no ya con los congéneres, sino con el resto de la gente que no sea la propia familia. Obviamente, la falta de socialización es un factor que explica en gran medida este rasgo de su comportamiento; el hecho de que no haya aprendido a ser perro explica que vea en otros perros no a iguales, sino a enemigos amenazantes pero hay mucho más que eso y siendo así, cuando la agresividad pasa a mayores y se vuelve incluso contra la mano que le da de comer, se ve claramente hasta qué punto esas carencias en la etapa infantil pueden dar al traste con el carácter, la personalidad misma del animal, hasta convertirlo en un trastornado, en un neurótico, en un histérico. Habiendo empezado a manifestar, por efecto de la no-socialización infantil y juvenil, un carácter adusto, desconfiado y poco fiable, sus dueños en vez de procurar poner todos los medios para reconvertir la situación cuánto antes, optaron por ignorar el problema, o lo que es peor, trataron de ¿evitarlo?, confinando al perro en un cuarto cada vez que se ponía chulo y desagradable y dándole un hueso y un par de juguetes para que se quedara tranquilo, no ladrara desaforadamente y no arañara la puerta y las paredes hasta destrozarlas. Craso error. Sin saberlo, estaban reforzando en el animal el comportamiento indeseable que tantos quebraderos de cabeza les estaba dando. Cabe preguntarse entonces, ¿qué hacer? Lo primero y principal, y así se lo he aconsejado yo a esta persona y a cualquiera que me pregunte, es darse cuenta de que hay un problema y tener la voluntad de resolverlo. Lo segundo, buscar consejo de un experto en comportamiento animal que ayude a los propietarios a re-encaminar la situación. Lo tercero, poner mucho empeño en hacerlo, sabiendo que no va a ser fácil, que no es la purga del tío Benito, que va a llevar tiempo, que será necesario deshacer muchos hábitos e instaurar otros, que todos los miembros de la familia tendrán que concienciarse de la importancia de hacer las cosas bien, de seguir las pautas recomendadas por el profesional y de pasarse semanas, e incluso meses, aprendiendo a funcionar de otra manera. Y lo cuarto y último, pero no por ello menos importante, darle la oportunidad al animal de aprender a ser de otra manera. Tener confianza. Ser positivo. No tirar la toalla. De su capacidad de integración social y de identificación plena como especie, se deriva su facilidad futura para convertirse en un animal que pueda vivir sin problemas en nuestro mundo, en nuestra propia estructura social. Que el perro es un animal social es algo que todos sabemos; al fin y al cabo, en su comportamiento no difiere tanto de sus primos salvajes, los lobos, y de forma natural y espontánea, puramente atávica, manifiesta la misma capacidad que estos para organizarse dentro de una manada, si tal es el caso. Pero la vida que le ha tocado vivir, como animal doméstico y esencialmente de compañía, ha hecho que más que la convivencia en manada, con otros congéneres a los que le una vínculos familiares, hoy en día el perro haya de vivir ligado a una familia humana, de la que casi siempre acabará haciendo parte como un miembro más, como verdadera y hasta esencial parte integrante. Cada vez somos más las personas que decidimos poner uno o más perros en nuestras vidas. Las razones de esta decisión pueden ser muy variadas, desde querer encontrar un compañero con el que salir a hacer footing a primera hora de la mañana, por ejemplo, hasta contar con un animal que avise si alguien se acerca a la verja de la casa y le intimide, pasando por tantas otras y tan diversas como tener en él a otro ser vivo con el que compartir una vida solitaria y “con el que hablar”o disponer de una ayuda permanente, en el caso de un discapacitado físico, que ve como su perro colabora con él en muchas tareas que, de otra forma, sería imposible llevar a cabo. Los perros mitigan soledades, propician momentos divertidos, ofrecen protección, ayudan en varios menesteres y eso les ha hecho ocupar tradicionalmente un papel cada vez más importante en las vidas de los seres humanos. Y si en el pasado el perro era, por encima de cualquier otra consideración, un “instrumento de trabajo”, que colaboraba en la caza o el pastoreo principalmente, hoy ocupa un lugar de gran relieve dentro de la propia familia, como amigo y como compañero. Pero para que este fenómeno se produzca, y para que esa convivencia, ese día a día entre personas y perros se produzca sin sobresaltos, hace falta que los perros sean animales de talante moderado, equilibrados, fiables, deseosos de aprender y agradar al dueño y ni excesivamente dominantes ni tampoco exageradamente sumisos. Y ahí está el verdadero quid de la cuestión. La clave misma para que la relación entre uno y otros sea casi perfecta. Y placentera. El cachorro nace en un estado de gran inmadurez, con los párpados y los pabellones auriculares cerrados; pasa prácticamente las tres primeras semanas de vida ignorando que hay algo más allá del calor del cuerpo de la madre, sus mimos, sus cuidados y su leche. Y luego, en un proceso lento y acompasado, se va abriendo poco a poco al mundo exterior, a medida que gana capacidades, empieza a ser capaz de ver y escuchar, puede dar sus primeros pasos y empieza a controlar aunque sea de forma todavía no muy eficaz, sus propios esfínteres. Alrededor de los veintiún días ya es capaz de mantenerse erguido, ya pasa heces y orina por sí solo y sin necesidad de estimulación materna y ya han despuntado o están despuntado parte de los primeros dientes de leche; con cuatro semanas comienza ser capaz de vocalizar ladridos incipientes, empieza a caminar con cierta soltura y aprende a corretear, aunque todavía en un difícil equilibrio. A las cinco semanas ya presenta las características propias de la audición y la visión del perro adulto. Para entonces habrá empezado una etapa fundamental de adaptación al medio exterior; es el momento en que va tomando conciencia de sí mismo, de su cuerpo, de sus habilidades y capacidades y de que además de él, están su madre, sus hermanos y todo lo que le rodea. Y puede comenzar a hacer uso de toda la información y los estímulos sensoriales, visuales, sonoros y olfativos que va recibiendo y asimilando. Con treinta y cinco días ya es capaz de comenzar a jugar con objetos inanimados y cuatro o cinco días después, ese juego se hace algo más sofisticado, más constructivo hasta el punto de que se inician los prolegómenos de lo que será todo el aprendizaje social a través del juego. Juego en el que se alternan distintos papeles y distintas situaciones y que desarrolla de forma conjunta con el resto de sus hermanos de camada. Juego del que la madre no suele ser partícipe directa pero en el que interferirá siempre que sea necesario, para poder orden y para poner a cada cual en su sitio, si en un momento, alguno de sus cachorros se desmadra. Y juego en el que se trazan toda una serie de directrices que tienen mucho que ver con el lugar que cada individuo habrá de ocupar más adelante en la pirámide social del grupo al que pertenezca; porque jugando, el cachorro aprender a dominar y a ser dominado. Pone en práctica todo el elenco de mímica facial y corporal que trae impreso en su microchip de miembro de la especie canina… aprende a usarlo y a entenderlo. Y aprende a hacer un buen uso de estas capacidades que luego le van a ser sumamente útiles a lo largo de su vida, cuando haya de interrelacionarse con otros perros. Esta etapa que se inicia a las tres semanas y que viene a durar hasta aproximadamente los dos meses, es la denominada etapa de imprinting; es en esta fase cuando el animal tiene una especial capacidad para el aprendizaje espontáneo y precoz, y cuando comienza a identificarse como especie. Resulta pues muy importante que pueda permanecer con su madre y sus hermanos de camada durante este tiempo, puesto que de ello y de las experiencias vividas durante este tiempo, se derivará el que el animal presente un comportamiento óptimo a lo largo del resto de su vida. Muchos de los problemas de comportamiento que aparecen en perros jóvenes y adultos relacionados con timidez o agresividad, se pueden justificar por las carencias vividas durante el imprinting; de hecho, ni siquiera una buena socialización posterior (tema que abordaremos el mes que viene) puede suplir las carencias que se produzcan en la esta imprescindible etapa previa! Ocurre con frecuencia que los propietarios de perros jóvenes y adultos se desesperan cuando ven que sus mascotas son incapaces de establecer vínculos ni relacionarse con otros congéneres ni en la propia casa ni mucho menos en el exterior, cuando salen al exterior. Sus perros presentan una especie de doble personalidad, como en la novela de Stevenson; son auténticos Dr. Jeckyll en casa, atentos, educados, cariñosos, y perfectos y se convierten en verdaderos Mr. Hyde en cuanto pisan la calle y se tornan agresivos, pendencieros e incluso peligrosos, cuando se cruzan con otros perros a los que no toleran. ¿Cómo se puede explicar este fenómeno? Pues sencillamente teniendo en cuenta que les faltó la oportunidad de identificarse como especia a través de esa etapa fundamental del imprinting. Y es curioso que, con mucha frecuencia por no decir en el 99% de los casos, cuando el dueño de un perro me cuenta sus particulares vicisitudes y las historias de encuentros y desencuentros de su mascota con otros perros, enseguida sale a relucir el hecho de que el animalito fue destetado y separado de la camada con apenas veintitantos días o escasamente el mes o el mes y medio de edad. Claro que cuando el propietario acude desesperado en busca de consejo, la posibilidad de devolver al cachorro al seno de su camada para que se ponga nuevamente a la tarea de aprender desde cero a ser perro, es ya imposible. Cierto es que parte de esa carencia se podrán, en algunos casos, paliar a base de una buena socialización, pero no lo es menos que, el resultado final siempre estará mediatizado por la carencia inicial y que, aún cuando muchos animales son altamente recuperables, siempre quedarán resquicios difíciles de tapar. Así las cosas ya será más fácil comprender por qué ese Dr. Jeckyll es tan encantador en casa, con los dueños y por qué es tan Mr. Hyde en la calle, con los demás perros; en esencia, haberlo separado de sus hermanos de camada y de su madre a edad tan temprana, ha producido una merma de las capacidades de identificación como especie y por lo tanto, el perro ha dejado de aprender a ser perro y ha empezado desde bien pequeño a creerse que es otra cosa, que sus iguales somos nosotros, los humanos. Y que los peludos de cuatro patas sólo son extraños. Enemigos. Sujetos que se expresan en un idioma que no conoce y con los que no es capaz de comunicarse. Podría decirse que el que tiene un perro en casa, tiene un lobo disfrazado metido en el salón; al fin y al cabo, los lobos son sus antepasados directos y todavía hoy el perro doméstico exhibe muchos patrones de comportamiento similares a los de sus primos salvajes. Así por ejemplo, al igual que los lobos, los perros son animales sociales que disfrutan de la compañía de sus congéneres. Ese afán por estar acompañados es lo que ha hecho que, hace ya varios miles de años, el ser humano decidiera introducir a los perros en su ámbito más privado, en el seno mismo de su familia, seleccionándolos generación tras generación para hacerlos todavía más dedicados, más fiables y más leales, si cabe. Esa cuidada selección ha ido dando lugar a razas bien distintas y diferenciadas entre sí, lo que significa que hoy existen más de cuatrocientas y no resulta pues nada difícil encontrar la más adecuada para cada caso y circunstancia. Por lo general, todos los perros disfrutan con la compañía del Hombre, pero puesto que en la variedad está el gusto, unos serán más dependientes de “su” familia humana y otros menos. Unos aceptarán de mayor grado la compañía de los niños y otros preferirán apartarse del bullicio que estos producen. Unos serán más activos y otros, por el contrario, más tranquilos. Unos optarán por estar rodeados de otros perros de la casa, cuando los haya, y otros preferirán buscar un sitio tranquilo dónde dormitar plácidamente en solitario. Pero el caso es que su estructura social y sus querencias internas se parecen bastante a las de los humanos, y ello justamente es lo que permite que, por lo general, nos entendamos tan sumamente bien. La coexistencia social entre personas y perros tiene mucho de positivo para ambas especies y suele plasmarse en la mejora de las condiciones de unos y otros. Al igual que ocurre con los lobos --que aunque puedan ser perfectamente autónomos si han de estar aislados del resto del grupo, logran mayores éxitos por ejemplo cuando cazan o cuando se reproducen si lo hacen en manada--, también los perros se benefician enormemente de la convivencia en grupos tan sui generis como los que forman cuando se integran a una familia humana. Al lado de sus dueños, el perro estará –por lógica—más cuidado, más protegido, mejor alimentado y por lo tanto también gozará de mejor salud en términos generales. Claro que para que la convivencia sea exitosa, hace falta que previamente se hayan dado una serie de factores que hagan posible que el animal se integre perfectamente en nuestro mundo. Ya vimos en meses pasados cuán importante es que el perro reciba toda una serie de estímulos positivos durante las etapas iniciales de crecimiento y desarrollo cognitivo. Ya sabemos que hay una etapa esencial en sus vidas que es la denominada fase de imprinting, en la que debe aprender a ser perro y a convivir y por ende comunicarse fluidamente con los de su especie; si esta etapa de imprinting no es adecuada, el animal va a tener en el futuro muchos problemas para relacionarse con otros congéneres y eso será origen de muchos conflictos en la relación del día a día con esos otros perros, por un lado, y con la propia familia humana. Y ya comenté, en el capítulo anterior, hasta qué punto, si el imprinting ha sido nulo o escaso, tal carencia será determinante para el posible fracaso de una correcta relación del animal con el mundo que le rodea. La fase de socialización se solapa, durante unas pocas semanas con la propia del imprinting, como si de alguna manera caminaran parejas; los expertos coinciden ya en que prácticamente al mismo tiempo en que el joven cachorro empieza a ser consciente de pertenecer a la especie canina y aprende toda una serie de normas y pautas de comportamiento que le permitirán comunicarse e interaccionar primero con la propia madre y los hermanos de camada y en el futuro con otros perros, conocidos o extraños, empieza también a tomar conciencia del mundo que le rodea y de nosotros, los Humanos, como posibles aliados. Sin embargo, terminada la fase de imprinting, la de socialización perdura todavía unos cuántos meses más y se intensifica. A partir de las siete u ocho semanas, el cachorro debe ser ya capaz de comunicarse con bastante facilidad con otros perros, a través del lenguaje corporal y de la mímica facial y empieza el siguiente capítulo de su aprendizaje; el de integrarse a “nuestro” mundo. Es sabido que si durante las primeras semanas de vida, el cachorro ha tenido ocasión de tratar con distintas personas en distintas circunstancias, esto le permitirá en el futuro aceptar a los seres humanos en general con mayor facilidad pero, si por el contrario, su experiencia en el trato con personas ha sido escasa, presentará un grado de desconfianza variable que puede traducirse en distanciamiento, en incomodidad, en timidez y, a veces también, en agresividad. Los perros y nosotros no hablamos el mismo idioma y por lo tanto es normal que la comunicación entre las dos especies no siempre sea fácil; de ahí que sea tan importante permitir al cachorro que desde edad bien temprana se habitúe al trato con nosotros y con el mundo que nos rodea y que, por ende, va a ser también su mundo. El periodo de socialización dura bastantes semanas; podría decirse que desde los dos meses de edad hasta los seis u ocho. Al principio el cachorro es como una tabla rasa, lo que significa que tendremos la oportunidad de escribir muchas cosas en ese tablón en blanco… entendiendo por “escribir” el ofrecerle variadas y distintas oportunidades de aprender cosas nuevas. En la casa (conociendo y acostumbrándose a distintas personas, a ruidos de todo tipo, a situaciones diversas) primero, mientras dura el periodo de revacunación en el que sería arriesgado andarlo llevando y trayendo a lugares dónde pudiera contagiarse de alguna de las enfermedades que pueden poner en riesgo su vida, y luego, ya totalmente vacunado, fuera de la casa. Pasearle en coche, llevarle y traerle andando por calles concurridas y de mucho tráfico, ponerse a la puerta de un gran centro comercial en hora punta para que mucha gente le diga cosas y le toquetee, ir a lugares poco habituales a los que quizás no tenga que volver nunca, pero que enriquezcan su “bagaje de experiencias”, es esencial. Como esencial resulta también darle la oportunidad, si ello es posible, de que acuda a “clases de cachorros” (los llamados “puppy-schools”) dónde pueda relacionarse con cachorros de otras razas para que no se le olvide, por muy inmerso que esté en nuestro propio mundo, que por encima de todo, continúa siendo un perro. En resumidas palabras se trata de estimularle por todas las vías posibles. Acercarle a nuestro mundo. Hacérselo conocer y permitir que se adapte a él. Si nada de esto ocurre, si el cachorro o el joven pasan gran parte de esta etapa encerrados entre las cuatro paredes de una casa o en un pequeño trozo de jardín o de terraza, o dicho de otra manera en “una habitación sin vistas”, lo más probable es que se vaya tornando cada vez más hosco, más torpe, más desconfiado, más desarraigado, más triste y más tímido. Hasta el punto de que se convierta en un animal totalmente anti-social y hasta peligroso, en un momento dado, por cuanto sus reacciones antes estímulos que para perros bien socializados no suponen ningún motivo de terror, a él le hacen reaccionar de forma totalmente imprevisible, y, demasiadas veces, totalmente fuera de lugar. Un propietario responsable no puede permitirse un perro así. No puede y no debe. Por un lado porque un perro anti-social se convierte en un animal poco fiable, y por otro lado porque se perderá todo lo que de hermoso y altamente satisfactorio tiene poder disfrutar en todo momento y circunstancia de un perro sociable y feliz. De un perro alegre y confiado. (Texto original, escrito por Christina de Lima-Netto y/o Federico Baudin específicamente para esta página Web y protegido con Copyright. No puede ser reproducido ni total ni parcialmente por ningún medio, sin el expreso consentimiento de Castro-Castalia por escrito) |