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Piruleta de Castro-Castalia A juzgar por la información que ha llegado hasta nuestros días en forma de leyenda y de estudios llevados a cabo por historiadores de la Antigüedad y otros de los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX y por los innumerables testimonios artísticos (pictóricos y escultóricos, principalmente), estamos sin duda en presencia de una raza, el Old English Mastiff, de rancio abolengo y muy antigua raíz y tradición. Bien es verdad que si queremos ser perfectamente rigurosos, tenemos que el término Mastiff, como tal, fue empleado desde muy antiguo no para describir una raza canina como tal, sino un tipo de perro, grande, compacto, de enorme poderío físico y extraordinariamente temerario y valiente, empleado durante siglos para la guerra, la caza mayor y la pelea con toda clase de bestias salvajes cuando no contra otros congéneres de similar envergadura por las castas más influyentes en distintas Culturas indo-europeas. Y que solo a mediados del siglo XIX pasó a denominarse con ese nombre, en Inglaterra, a una raza concreta de perro, descendiente de esos valerosos canes que con sus hazañas, se labraron un lugar de honor en la Historia de la cinofilia. Nunca sabremos a ciencia cierta cuál es el verdadero origen de estos impresionantes perros, de noble aspecto e imponente talla, pero merece la pena que especulemos un poco sobre su ancestral pasado y nos dejemos llevar por las historias de guerras y conquistas, de artes venatorias y de circos, arenas y peleas contra osos, leones, elefantes y toros, de intercambios comerciales, de reyes y señores feudales y de viajeros intrépidos, por cuanto en todo ello se basa y se explica y comprende su antigua existencia y se justifica, también, que hayan llegado hasta nuestros días. Asirios, babilonios, chinos, egipcios, medos, mesopotámicos, mongoles, y persas, romanos y griegos, cartagineses y etruscos…, todos emplearon a perros de gran tamaño como aliados en sus gestas conquistadoras y en labores de protección de los campamentos de guerra y los asentamientos estables y núcleos de población. Perros de aspecto impresionante que combatían lado a lado con los guerreros, protegidos también ellos con pesadas armaduras en algunos casos o a cuerpo descubierto en otros. Perros que morían junto a sus dueños o que volvían victoriosos y desfilaban luego, a su vera, de regreso a casa y eran colmados de presentes y títulos honoríficos. Más tarde hicieron lo propio celtas, íberos, germanos, normandos, sajones y otros pueblos bárbaros que comprendieron también la importancia de estos impresionantes perros, como guardianes y compañeros de batalla. El nuestro ha sido siempre un mundo vivo, en el que se han producido innumerables intercambios comerciales y culturales que justifican por sí solos la existencia de estos perros a un lado y otro de los antiguos confines conocidos de la Tierra y que explican, también, que con la llegada de los españoles y portugueses a América, llegaran estos imponentes cuadrúpedos a los que los indígenas temían más que al hombre blanco… No quedan de esas épocas más que unos pocos vestigios impresos en las paredes de piedra de los templos de Tell-el-Ammarna, en los papiros egipcios que narran las heroicidades de Ramsés II, en los mosaicos de mármol de Pompeya o de otros asentamientos romanos del norte de África, del Gloucestershire inglés o de la vecina Lusitania, cuando no en los textos del griego Aristóteles, que habló con admiración de “los perros de gran tamaño y fortaleza, y morro pesado” cuya “talla y aspecto son tales que se les cree descendientes de Cerbero, el can que Hércules trajo del Infierno”; del poeta romano Virgilio, que dedicó varias estrofas de sus Bucólicas y de sus Geórgicas a glosar a los gigantes caninos del estado-ciudad griego enclavado en las montañas de Molosia; de Estrabón, que glosó a los perros que “los britanos de una calidad superior que producían para la caza y que los galos empleaban, sin embargo, para la guerra”; de Grattius que en su obra Cynegeticon cita específicamente a los “pugnaces del Epiro que fueron llevados a luchar contra los pugnaces de Britania y estos últimos acabaron con ellos” o del cartaginés Nemesianus, autor del poema Cynegetica, escrito entre los años 283 y 284 dC, que alaban la valentía de los “grandes perros britanos”, En estos últimos textos a los que me he referido ya comprobamos varias alusiones específicas a los perros de las Islas Británicas, aparentemente más fieros y valerosos cuando se los comparaba con los de otros lugares. Y hay otra referencia igualmente interesante en forma de leyenda épica, de origen celta, que también conviene recordar para darnos una idea de hasta qué punto cobraban importancia social e histórica en tiempos tan remotos los que seguramente son los ancestros de nuestros Mastiff modernos. Dice la leyenda que uno de sus más importantes guerreros, Cu Chulainn, tomó el nombre del perro de Culann, hombre influyente y libre que prestaba hospitalidad al rey Conchobar, su sobrino y el resto de su séquito, cuando una noche el joven sobrino dio muerte, equivocadamente, al enorme can de Culann, quien se lamentó amargamente de tan terrible pérdida ante el rey, argumentando que ese perro era imprescindible para la protección de su poblado y de sus habitantes. El joven guerrero, apenado, decidió entonces convertirse en el nuevo guardián del poblado y tomó para sí la obligación custodiar para siempre los designios de sus habitantes… Desde ese momento en adelante, las referencias fruto de antiguas leyendas se multiplican y quizás una de las más conocidas es la que glosó Shakespeare en sus obras sobre la Guerra de los Cien años. Se dice que en 1415 el noble Sir Piers Legh, encontró la muerte en el campo de batalla de Agincourt, quizás la más importante de cuantas batallas enfrentaron a ingleses y franceses durante ese largo capítulo de la Historia de ambos países. Y se dice también que al noble y valiente guerrero lo acompañaba una perra de tipo Mastiff, que permaneció al lado del moribundo sin apartarse de el en ningún momento y que recorrió el camino de regreso por tierra y por mar siempre a su lado. Tanto así que incluso durante el desfile fúnebre que tuvo lugar días después, nadie se atrevió a apartar a tan fiel compañera. Luego, esta perra alumbró supuestamente una camada de cachorros concebidos en el lugar de la batalla y probablemente hijos de algún otro perro inglés o francés de similares características y fueron estos animales los que dieron lugar a la primera y más famosa estirpe de Mastiffs ingleses, los de la casona de Lyme Hall. Pero antes, mucho antes de que estos hechos luctuosos y sin embargo tan hermosos, que hablan de la fidelidad indeleble y absoluta de un perro por su amo, ya se había acuñado el término “Mastiff” (antes allaunt, bandogge, ty-dog, mastive, massivus, mastyf o mestyf) en las Islas Británicas para referirse a los perros de gran tamaño que eran tan apreciados por aquellas tierras en lo más oscuro del Medioevo. Es durante el reinado de Enrique II (1133-1189), fundador de la Dinastía de los Plantagenet, cuando aparece documentada por primera vez, para referirse a un tipo (todavía no una raza) de perro de gran tamaño. En esa época se habían implantado las “Forest Laws” –su “inventor” habìa sido el Rey Canuto (995-1035)--, que impedían que los campesinos cazaran en los cotos reales para evitar que pudieran dar caza a osos, jabalís o venados, y otros ejemplares de caza mayor, que se reservaban para el Rey y sus protegidos. Y hay de hecho un hermoso tapiz de varios metros de extensión, el llamado Tapiz de Bayeux (bordado en 1070), custodiado en la Catedral del mismo nombre, en el que se representa al Rey Harold practicando el arte de cetrería, a caballo, acompañado de varios perros de enorme talla, a juzgar por la proporción de estos al lado de las monturas del Rey y de su séquito. Su descendiente, el Rey Juan I (1167?-1216) fue más allá y ordenó “sacrificar todos los ‘mastiffs’ y otros perros bajo jurisdicción forestal” y después le llegó el turno a Enrique III, su hijo, que ni corto ni perezoso optó por ordenar que se practicaran una serie de mutilaciones (Expeditatio Mastiuorum”) en las patas de los perros de este tipo, que fueran propiedad de los campesinos y gentilhombres, siempre con el objeto de que no pudieran dar caza a sus preciados futuros trofeos, al haber comprobado que la teoría del exterminio no había funcionado del todo y que muchos habían podido ocultar la tenencia de estos colosales canes, aún a riesgo de sus propias vidas, alegando que constituían la mejor forma de autoprotección contra vándalos y ladrones, que ciertamente abundaban por aquella época en todas partes. Mutilaciones que, antes que el, ya había puesto en practica su antepasado Canuto. Pero aún a pesar de todas estas vicisitudes vividas durante los siglos XI y XII, esos grandes colosos del mundo canino continuaron su camino y en la época de Enrique VIII (1491-1547) y sus hijas Isabel I y María Estuardo se les siguió peleando en los llamados “gardens”, en los que se “guardaban grandes cantidades de osos, en rebaños, para ser peleados con perros”, como comentó Erasmus en su Adagia de 1506, lugares que según dijo después otro cronista, Lupton, ya en 1632 “más que bonitos jardines eran fétidas guaridas” a las que acudían gentes de la peor calaña para divertirse presenciando tan desagradables espectáculos. Y hay que admitir que si estas peleas no hubieran existido quizás estos perros no habrían tenido cabida en la sociedad de la época y no se hubiera tendido a una cada vez mayor selección y fijación de los caracteres físicos y comportamentales que finalmente dieron lugar a lo que más adelante serían los auténticos abuelos del Mastiff moderno. De hecho, cuando a finales del siglo XIX las peleas de perros contra perros o contra otras bestias fueron finalmente prohibidas en Inglaterra los perros tipo Mastiff y esos otro tipo Bull, que habían sobrevivido a toda clase de avatares gracias precisamente al hecho de ser empleados en estos menesteres, estuvieron a punto de desaparecer pues nada o casi nada justificaba su tenencia si no era el lucrativo negocio que para sus propietarios significaba su presencia en las arenas. Es un hecho cierto y constatado que hizo falta que un grupo de aficionados vieran en los abuelos del Mastiff moderno algo más que un perro de pelea, para que se empeñaran en mantener viva su esencia en base a una serie de cruces cada vez más especializados y más concretos; hombres como Crabtree, George, Lukey o Thompson, lucharon por mantener viva la tradición y por una cada vez mayor especificidad de la raza y a ellos debemos que hoy en día podamos continuar disfrutando de estos perros. A otros como M. B. Wynn debemos la redacción del que podría considerarse el primer estándar de la raza, recogido en su libro “The History of the Mastiff” y él fue también el Secretario Honorario y Tesorero del que podríamos considerar el primer Club de la Raza, el “Mastiff Club”. Pero sus excesos verbales, sus criterios personalísimos y no del gusto del resto y las antipatías que se granjeó entre otros “defensores” a ultranza de la raza le llevaron a acabar siendo ridiculizado y despreciado por la –digámoslo así— “comunidad mastiffera”, hasta el punto de acabó prohibiéndosele incluso actuar como juez en las Exposiciones Caninas que comenzaban a ser cada vez más frecuentes y en las que los Mastiff participaban en numero suficiente en la segunda mitad del siglo XIX. Así, al tiempo que el trabajo de Wynn y su primer Club se diluían, crecía paralelamente el que luego sería el primer club oficialmente aceptado y reconocido por el entonces jovencísimo Kennel Club británico, el Old English Mastiff Club (OEMC), entre cuyos principales valedores se encontraban Mellor, Nichols, Tauton, Forbes-Winslow, J. W. Thompson, nieto del otro Thompson al que ya hice referencia antes, entre otros. Fueron esos unos años de relativa tranquilidad y bonanza, en la que la raza se fue asentando y que parecían prometer muchas cosas buenas. Había un buen puñado de criadores interesados en sacarla adelante, en su consolidación y todo apuntaba a un futuro lleno de promesas. Pero ¡ay!, llegaron entonces vientos de guerra y toda Europa se levantó en armas en la que sería la más mortífera de cuantas habían enfrentado a unos y otros hasta esa fecha. Y con el advenimiento de la Gran Guerra, las dificultades económicas y el racionamiento, el Mastiff otra vez se vio abocado a la desaparición; su manutención era demasiado costosa en unos tiempos tan difíciles en Inglaterra. Por si fuera poco, cuando apenas comenzaban a recuperarse de esos años terribles de hambruna y privaciones, volvieron a sonar las campanas de otra guerra, todavía más demoledora; la Segunda Guerra Mundial. Algunos criadores, con cierta perspectiva histórica y de futuro habían decidido o decidieron entonces enviar a sus sementales y reproductoras al otro lado del charco, donde había un enorme interés por la raza y hoy podemos afirmar que eso es lo que ha permitido su salvación. De no haber optado por tan drástica medida, es muy probable que a estas alturas no quedara un solo Mastiff en el mundo. Esa es la pura verdad. De hecho, cuando el 25 de octubre de 1946 el OEMC convocó la que sería la primera reunión tras el desastre, acudieron unas quince personas con la intención de hacer recuento y decidir qué hacer a partir de ese momento... y la situación era francamente decepcionante. Solo quedaban siete Mastiffs en el país y todos ellos, demasiado viejos para procrear. Se decidió entonces que la secretaria del Club viajara a Estados Unidos y Canadá con el propósito de buscar algunos ejemplares que traer de vuelta, con los que retomar la crianza, pero la cosa no resultó tan fácil como a simple vista había parecido. Hicieron falta años y mucho esfuerzo hasta que finalmente se importaron dos hembras del afijo canadiense Heatherbelle, de la Sra. Melhuish y, en aras a lograr recrear la tan deteriorada raza, la Directiva del OEMC decidió algo que aún hoy continúa llamando enormemente la atención... que los perros nacidos de estas dos perras en los años que siguieron, fueran registrados con un afijo de “emergencia”, que no era otro que el de las propias siglas del Club: OEMC. Y es que a grandes males, grandes remedios. El propio Kennel Club aceptó esta posibilidad sin rechistar y así se logró el objetivo. A lo largo de los años que siguieron, la situación fue estabilizándose paulatinamente; con altibajos, indudablemente y también con mucho esfuerzo por parte de personas que supieron poner toda la carne en el asador y dejar a un lado posibles rivalidades y rencillas personales, con tal de recuperar prácticamente de la nada esta raza que proviene de una estirpe de valientes de probada antigüedad. Y a día de hoy podemos afirmar que el Mastiff “goza de buena salud”, aunque sorprendentemente es en Estados Unidos donde tiene más tradición y trascendencia, hasta el punto de que en el año 1999 se inscribieron 5.306 perros en el AKC, a los que hay que sumar los 264 inscritos en el CKC de Canadá, frente a los 528 que fueron inscritos ante el KC británico. En el resto de Europa el numero de inscripciones es bastante exiguo, pues sumando los datos referentes a Italia (72), Francia (69), Noruega (17), Suecia (15), España (9), Finlandia (8), Irlanda (5) y Suiza (1), tenemos que apenas se han criado poco menos de dos centenares de Mastiffs en todo un año... pero quizás esto mismo es lo que hace al Mastiff todavía más codiciado y admirado: su escasez. Parafraseando a los propietarios de esa otra raza que tiene, con esta, un tronco común –el Bullmastiff--, podríamos entonces decir aquello de que “It’s hard to be humble when you own a Mastiff” (es difícil ser humilde cuando se posee un Mastiff). Indudablemente parece más que justificado y no solo por su larga y complicada historia, sino porque, como veremos enseguida, este es un perro que tiene un carácter igualmente singular y extraordinario. (Texto original, escrito por Christina de Lima-Netto y/o Federico Baudin específicamente para esta página Web y protegido con Copyright. No puede ser reproducido ni total ni parcialmente por ningún medio, sin el expreso consentimiento de Castro-Castalia por escrito) |