Cargando Busqueda de la Web
|
Chris jugando con la camada M Cuatro de Noviembre de 2003. Hace un frío que pela. “Tirana” se ha levantado como todas las mañanas, tan feliz y tan contenta, dando botes de acá para allá a pesar de tener que acarrear con los casi veinte kilos extra que lleva encima por culpa de un embarazo multitudinario. No hay cambios significativos ni en su comportamiento ni en su temperatura corporal y aún cuando todo está dispuesto en nuestro dormitorio, la caja paridera preparada, los utensilios listos y ella a punto de estallar, no parece que tenga muchas ganas ni mucha necesidad de ponerse de parto. Hablo con “Jota” y los dos nos quedamos más tranquilos si le hacemos una ecografía para comprobar que no haya estrés fetal, así que me preparo y me la llevo a Pozuelo, treinta kilómetros para allá, treinta luego para acá, para ver qué se cuece dentro de su barriga. La eco no arroja datos significativos. Todo está perfectamente normal. Y ella, tan tranquila. No hay dilatación excesiva ni tampoco parece tener contracciones de colocación y mucho menos de las otras. Así que el Veterinario y yo convenimos que todavía quedan unas horas, quizás incluso un día, para que la doña se ponga de parto. Cuando emprendo el viaje de regreso, llueve a mares. Más que lluvia, aguanieve. El frío es más intenso y para colmo hace un viento de tomo y lomo. Conduzco despacito por el puerto porque la visibilidad es escasa y las ráfagas muy fuertes. “Tirana” va detrás del todo, en el Jeep Cherokee, sentada, mirando por la ventana como es su costumbre, jadeando a tope y tan pancha. De repente, escucho una especie de gritito, un poquito histérico, diría yo. Y por el retrovisor veo que salta al asiento de atrás de un bote; parece un poco inquieta, pero nada especial. Camada M de Castro-Castalia Sólo que entonces noto un olor peculiar que se extiende por el interior del coche; ese olor entre dulzón y agrio, tan característico durante el parto. “Oh-Oh”, me digo, “aquí están pasando cosas”. Ella está más nerviosa, lamiéndome el cuello y las orejas por detrás y jadeando con más intensidad. Pero poco más. Aparco en un recodo del camino, entre dos curvas; me bajo del coche, voy al maletero y… ¡allí está!, metido en su bolsa… ¡un cachorro!, se arrastra como puede, tirando del cordón y de la placenta. ¡Horror! Abro el portalón del maletero, me meto dentro como puedo, rasgo la bolsa, le abro la boca al cachorro que está medio ahogado, rompo el cordón con uñas y dientes (sí, he dicho bien, con los dientes más que con las uñas), meto al cachorro mojado debajo de mi jersey de angora, me subo a mi asiento, arranco, pongo la calefacción a tope y salgo a toda prisa, camino de casa. Me quedan diez minutos de trayecto. El bebé está helado. La madre sigue detrás, jadeando, pero aparentemente tranquila como si la cosa no fuera con ella. Yo tiemblo. El chiquitín también. Y en medio de todo ése follón agradezco que el coche sea automático, porque conduzco con una mano y con la otra intento frotar al recién nacido como buenamente puedo. Tirana, de un salto, se vuelve a sentar en el maletero, como si tal cosa… Pero… cuando ya estoy en el cruce de la carretera que lleva al camino de casa, ése que es tan peligroso y tiene tan poca visibilidad, Tirana vuelve a saltar al asiento de atrás. Se repite la escena. Otro gritito histérico. Más jadeos y más lametazos. “¡Mi madre!”, me digo, “¡otro no, por favor!”. Otro sí. El segundo. Y vuelta a las andadas. Me bajo, abro el portalón con una mano, con la otra sostengo al que ya tengo más calentito apoyado contra mi vientre; como puedo mordisqueo el cordón, rasgo la bolsa, lo cojo, me lo meto junto a su hermano bajo el jersey negro de angora, corro de nuevo al volante y arranco en una exhalación. El camino de tierra está impracticable con tanto bache y tanto charco, pero hay que llegar a casa cuanto antes. Tirana otra vez ha ido para atrás y luego constato que mientras yo conducía como alma que lleva el diablo, ella se había zampado las dos placentas. ¡Pues mira qué bien! Llegamos a casa, la perra salta del coche, intenta hacer un pis, yo abro como puedo con llave, con una mano, mientras con la otra sostengo a los dos bichitos que ya están bastante activos y tratan de chupar por dónde buenamente pueden… la veo que está empujando otra vez y sólo pido que no lo suelte en el jardín porque ya no tengo manos para sujetar más recién nacidos. “¡Aguanta un poco, Tirillas, aguanta un poco!”, le pido. Malik de Castro-Castalia Y sí, aguantó. Hasta mitad de la escalera… Y ahí lo soltó. El tercero. Este venía sin bolsa y sin placenta, ¡pues menos mal!, porque a ver si no qué hago yo. Lo agarro como puedo, abro la puerta del dormitorio. Tirana salta enseguida a la paridera, se lame, se mira, me mira, se lame otra vez. Deposito a los dos bebés que ya están medio sequitos en la colchoneta mientras seco al tercero. ¡Alguna ventaja tiene que tener haberlo dispuesto todo con la suficiente antelación y tener a mano cuanto necesito para atender un parto! En ese momento a ella le cambia el chip. Es como si de repente, ya en su casa y en su paridera, aún siendo primeriza, supiera qué es lo que tiene que hacer. Y empieza a lamer suavemente a sus bebés, a estimular el paso de los primeros meconios… Mientras, yo me cambio de ropa, llamo a “Jota”, le aviso de que estamos de parto y le cuento brevemente la aventura, pero no da tiempo a mucho más porque enseguida suelta el cuarto y el quinto y el sexto… y así hasta nueve. Sin parar. Non-stop. De los tres primeros, nacidos a la virulé, dos son machitos, rojos atigrados, casi idénticos y nunca sabré cuál nació primero; les llamo “Massai” y “Mirón”. La tercera, una hembrita, “Mitsouko” (rebautizada luego como “Yoda”) y los demás, “Mister Magic”, “Malik”, “Merlin”, “Midas”, “Mazurca” y “Moníssima”. (Texto original, escrito por Christina de Lima-Netto y/o Federico Baudin específicamente para esta página Web y protegido con Copyright. No puede ser reproducido ni total ni parcialmente por ningún medio, sin el expreso consentimiento de Castro-Castalia por escrito) |